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La Mañana

Pelucheando en la noche fría

Luis Sartori

Peluche es -casi- una onomatopeya. No necesitamos más que escuchar esta palabra mágica para “sentir” algo mullido, blando, esponjoso, cálido, y, al mismo tiempo “ver” un osito marrón de ojos dulces. Es una inmediata remisión a la infancia más tierna, a los hijos y a los nietos amados. Un cross a la mandíbula de nuestra sensibilidad que, por un instante, nos suspende la irremediable y menos feliz condición de adultos.
Neuquén despertó ayer con la noticia triste de tres chicos que, en una madrugada fría, entraron a un local de juguetes no para robarse dinero ni ropa ni comida, sino... cinco peluches. Lo contó el dueño, angustiado: “Se llevaban un Spiderman, una Minnie, muñecos para ellos”.
Ellos son dos pibas de 15 y un nene de 11. Y ni haría falta escribir que, si estaban a esa hora por la calle, no tienen un papá y una mamá que los cuiden como necesitan a esas edades. Ni un mayor que los quiera y les pueda regalar lo que ellos fueron a robar, ciertamente no una mercadería, sino “un sentimiento”, como con justeza definió el comerciante de Rincón del Ocio.
Inexpertos, desangelados, solos, fueron detenidos a una cuadra de la juguetería en una escena surrealista que el mismo comerciante dijo que no se le borrará jamás: con el pibe de 11 obligado a colocar sus manos en alto contra la chapa del patrullero.
La noticia es una metáfora de dos heridas sangrantes de esta sociedad: la más habitual y cotidiana, la del delito por menores; y la inusual, con ese botín increíble que está gritando a los cuatro vientos cuántas horas de ternura se han perdido estos ladrones infantiles ante la impotencia -¿o la indiferencia?- de todos nosotros.

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